ÍNDICE
No toda comparación es odiosa
©Miguel Ángel Ruiz Orbegoso
Si
señalas a alguien y le dices: "¡Felicitaciones! Tu trabajo
ha sido el mejor. Te mereces un premio", le va a gustar. Pero si le
dices: "¡Eres un caso perdido! ¡Nunca das en el clavo!
¿Por qué no eres como todos?", no solo no le va a gustar,
sino que pudiera sentirse tan agobiado por la sensación de
fracaso que le cueste mucho reponerse o volver a intentarlo.
La
comparación sirve para ver o descubrir semejanzas o diferencias
entre dos personas, animales o cosas. Los científicos la usan
mucho para examinar, deducir o comprobar teorías importantes, y
los compradores, para conseguir mejores productos, servicios y precios
en el mercado.
Hasta los
niños la usan instintivamente para tomar pequeñas
decisiones en sus juegos. Por ejemplo, si un niño del vecindario
llega con una bicicleta nueva, reluciente y superpoderosa, todos se
quedarán pasmados, lo mirarán y luego pensarán en
sus padres. Compararán las bicicletas, se compararán con
él y compararán a sus propios padres con los padres de su
amiguito. Ellos pueden comprar cosas más bonitas. Aquello
niños no saben de economía ni de bicicletas, pero se
basan en sus gustos y colores.
Ahora el
orgullo egoísta seguramente hará su parte y
despertará la codicia (un deseo excesivo de tener una bicicleta
igual) o la envidia (tristeza, malestar o dolor por el éxito
ajeno), y disparará emociones encontradas. Uno tal vez diga:
“¡¡Préstamela!!”. Otro tal vez corra a
decirle a su mamá: “¡¡Cómprame una
igual!!”, y tal vez otro diga: “¡¡Está
bonita, pero esa marca es una tortuga!! ¡¡La mía es
más veloz!!”. Cualquiera que sea la respuesta, fue
provocada por el estímulo.
Algo parecido
sucede con la alabanza mal dirigida, o cuando alabamos a alguien en un
momento inadecuado, o ante personas inadecuadas. Aunque encomiamos a
alguien por haber hecho bien algo, porque queremos estimularlo,
asegurarle nuestra aprobación y fortalecer su confianza en
sí mismo, sin querer despertamos al monstruo del orgullo
malsano, el cual a su vez despertará la codicia o envidia de los
demás.
Si un
niño levanta la mano vez tras vez para dar una respuesta, y vez
tras vez da la respuesta correcta, y vez tras vez le decimos:
“¡¡Muy bien, Luchito, eres muy inteligente!!”,
poco a poco generaremos emociones encontradas en los que no supieron
qué responder, o en los que sí sabían pero no
tuvieron el entusiasmo suficiente como para alzar la mano. Unos
podrían felicitarlo, y otros, ser sus amigos; pero otro
podrían menospreciarlo o ponerle apodos desagradables. Sin
darnos cuenta hemos causado una división en el cuerpo. El
trabajo de equipo se dificulta y será más difícil
conseguir la cooperación voluntaria de los demás.
Las
comparaciones son odiosas cuando generan fricción y
malentendidos, pero son muy útiles cuando se dosifican
inteligentemente. Son odiosas cuando despiertan el orgullo
egoísta, pero agradables cuando todos salen ganando.
"Pero un concurso alienta las comparaciones"
"Pero un
concurso alienta las comparaciones", tal vez diga alguien. Y es cierto.
Todos los concursos alientan las comparaciones. El ganador del Premio
Nobel, John Nash solía decir: “La competencia siempre
produce perdedores”. Un lado oscuro de los concursos es que
despierta al monstruo del orgullo desmedido, la codicia y la envidia.
Hay 1 ganador, pero 99 perdedores. ¿Qué se fomenta?
¿Qué se refuerza? Sólo uno se siente bien porque refuerza su
autoestima. ¿Pero los demás? Se sienten fracasados.
Esa es la realidad. No es que sean realmente unos fracasados, sino que
el sistema, el entorno, el ambiente social, ha fomentado y enquistado
esa injustificada y absurda creencia. No es una estadística cuerda
decir que por cada persona de éxito hay 99 fracasados. Esa es una
falacia que nadie debería defender. El verdadero progreso de la
humanidad nunca alcanzará su verdadero potencia con esa mentalidad.
Pudiera ser
que algunos fomentan los concursos suponiendo equivocadamente que
despertarán la envidia en un sentido constructivo, es decir,
lograrán que los 99 perdedores, además de todos los
observadores, digan: “¡Yo quiero ser como
él!”, y se esfuercen. Pero ¿realmente funciona? ¿No sería mejor cultivar la idea de que por cada fracaso hay 99 probabilidaddes de tener éxito?
Aunque
algunos podrían decir: “¡Yo quiero ser como
él!” y comiencen a esforzarse por ganar el primer lugar,
eso nunca ocurre con la mayoría. El efecto más probable
es que la mayoría se sienta inútil y fracasada con
respecto a esa disciplina en particular, y ni siquiera lo intente. Y
peor, si más allá de la envidia se despierta el odio
(“¡¡Yo nunca seré como él!!
¡¡Hacer eso es estúpido!!”), lo cual
sería lamentable. "Pero él ganó el concurso gracias al espíritu de
competencia", dirán algunos. Sin embargo, eso no tuvo que ser
necesariamente cierto, porque no se probó con la otra opción: el
espíritu de cooperación basado en el altruismo. Ganó el concurso
debido a un espŕitu de competencia basado en el egoísmo, porque no se
estimuló, fomentó ni experimentó otra forma de hacerlo.
No es un secreto que muchos maestros de música tratan con desdén y
crueldad a sus discípulos a fin de que sientan vergüenza de sí mismos,
es decir, de sus equivocaciones, para que hagan un mayor esfuerzo la
próxima vez. Pero, por cada ganador, con ese sistema logran 99 perdedores que con unas sinceras felicitaciones tal vez hubieran llegado a ser unos grandes pianistas, violinistas o cantantes.
Equivocarse es parte de la vida y es la manera como la naturaleza ha
dispuesto que ganemos experiencia en cualquier campo. ¿Acaso algún
maestro lo logra a la primera? No, pero seguramente sus maestros lo
trataron mal, y ahora ellos tratan mal a sus discípulos. ¡Es un sistema
obsoleto que sigue enquistado en la idiosincrasia colectiva!
La envidia, el rencor, el desprecio, el menosprecio, la mofa, el
orgullo
egoísta, la egolatría y el egotismo han sido siempre las formas más
comúnmente aceptadas de manifestar y ensalzar las diferencias. Y ni qué
decir de la ignorancia, el temor a los desconocido, la xenofobia y
otras desventajas que solo han servido para retardar el desarrollo.
Por ejemplo, en
la década del 70, el
Dr. Stanislaw Burzynski (un polaco) hizo un impresionante
descubrimiento relacionado con la lucha contra el cáncer. Bien entrado
el siglo 21 seguía invirtiendo grandes cantidades de energía y dinero
peleando judicialmente a fin de zafarse de la crítica y la falta de
apoyo de los que ostentaban el poder. ¿No hubiera sido más práctico y
económico apoyar sus
esfuerzos para que dedicara todas sus energías a perfeccionar sus
ideas, en vez de destinar dinero de los impuestos para costear los
gastos de la fiscalía, a fin de detenerlo? No, según sus detractores, a
pesar de que salió airoso en todas sus apelaciones. Se repite la cándida paradoja de siempre: Sacarlo de carrera,
hundirle el
barco, aplastar su amor propio, cerrar su clínica y darle a
otro sus registros, sus esfuerzos y sus éxitos para que continúen las investigaciones que él ya tiene avanzadas!
Que conste que no estoy dádole la razón, porque no estoy hablando de ciencia, sino
destacando la falta de apoyo de quienes le ponen tropiezo a aquello en
lo que sí tenía razón. (Puedes ver su película en YouTube)
Me recuerda a Cristóbal Colón. En su época, los reinos ya habían
intentado conectarse con las Indias por el este, por el norte y por el
sur, pero no habían logrado muchos progresos. De repente, un loco dijo:
"Yo lo intentaré por el oeste". Siendo el único en su género que se
atrevía a ir por donde a los demás ni se les había ocurrido, debieron
razonar con lógica y darle su apoyo ("si nosotros no pudimos, y no
tenemos pensado intentarlo por ese camino, ¿por qué no darle todas las
facilidades?"). Pero decidieron unirse en su contra para decirle:
"¡Imposible!", y recomendaron a los reyes que lo mandaran a volar. De modo
que los reyes, basados en la opinión de los peritos,
le negaron su
apoyo. ¡Para ellos, era un perdedor y un charlatán que no podía probar
su idea! Pero, finalmente -y a
regañadientes-, los reyes le dieron una carabela, la Santa María, y los
hermanos Pinzón, apasionados con el proyecto, donaron y acondicionaron
dos
grandes botes, La Niña y La Pinta. Entonces cruzaron el inmenso océano
sin saber que se dirigían nada menos que a América. El contraste puede
notarse en que le dieron más de 15 carabelas perfectamente
equipadas
para que realizara un segundo viaje. Así es el mundo. No tiene otra forma de abrirle paso al
progreso. Es como un parto contra los que ostentan el poder y se
creen mejores. Es el famoso espíritu de competencia, no el de cooperación.
Pocas veces
se hacen reportajes y películas acerca de todo el sufrimiento que experimenta un verdadero campeón. Si bien es cierto algunos
casos resultan del deseo justificado del propio artista o deportista
por romper sus propias marcas, no pocas veces son los propios padres
quienes manipulan al hijo desde niño y lo condicionan a creer
que tiene que llegar a ser un campeón. El deseo de ganar
prestigio y dinero a costa del hijo, y/o la manipulación
desamorada de ciertos entrenadores y directores técnicos a
quienes no les interesan los sentimientos de sus discípulos, a
menos que ganen medallas o metan goles, produce mucha
frustración.
El arte de comparar
El arte de
hacer comparaciones radica en que nadie se sienta relegado,
menospreciado ni disminuido. Hacer comparaciones sin tener en cuenta el
daño que puede ocasionar a la autovaloración de las
personas, sobre todo de los niños, es un deporte cruel.
“¡¡Por qué no eres como tu hermano?” es
una frase deshonrosa, desdichada y fatídica.
La
autovaloración o autoestima es la base de muchos de nuestros
éxitos y fracasos en la vida. Una persona con una fuerte
autovaloración tiene más probabilidades de hallar
respuestas, solucionar problemas, pensar con claridad, adaptarse a casi
cualquier medio, y por tanto, enfrentar con más optimismo las
adversidades. Siente menos miedo de adaptarse a las circunstancias,
reconoce que no tiene por qué sentirse en inferioridad de
condiciones respecto a los demás y no se deja bloquear cuando
alguien lo menosprecia. Porque aunque los demás no lo valoren,
sabe quién es y lo que vale.
Sin embargo,
cuando el niño o el joven está en proceso de
autovalorarse e identificarse con su entorno, buscando su lugar en la
sociedad, y sus maestros, padres, hermanos o amigos le asignan valores
bajos (debido a su voz, postura, desempeño o cualquier otro
reflejo de su personalidad), tiende a asimilarlo, acostumbrarse a ello
y a vivir en conformidad con esa creencia por el resto de su vida. Tal
vez camine con los pies para dentro, encorvado, mirando al piso,
rehuyendo la asociación con los demás y evadiendo de
otras maneras su responsabilidad comunal.
De modo que
hacer comparaciones tiene un lado bueno y un lado fatídico.
Será bueno cuando el efecto edifique buenas cualidades y resulte
en una mejor autovaloración, y será negativo cuando
resulte en daño debido a una baja autovaloración. No es
casual que alguien exclame: “¡¡Pobre
muchacho!!” cuando ve en la televisión que la
policía se lleva a rastras por tercera o cuarta vez a la
cárcel a un ex campeón de boxeo. Todos se preguntan:
“¿Qué le pasó?”, le iba tan bien. Era
un gran deportista. Pero nunca repararon en que sus amigos le
decían “buscabronca”, “maldito”,
“basura”, “eructo de camello” y otros
fatídicos valores verbales. Solo se dejó llevar por el
estímulo destructivo de los demás. No luchó contra
el verdadero contrincante: la mala influencia.
No todos los
campeones acaban así, es verdad, pero aquellos cuya
autovaloración nunca da con la medida pudieran sumirse en la
tristeza y terminar siendo tragados por ella.
Comparaciones constructivas
Una manera de
hacer comparaciones constructivas es mediante estimular la
comparación con uno mismo respecto a etapas inferiores de
desarrollo, pero sin despertar el perfeccionismo.
Perfeccionista
no es el que quiere ver bien las cosas. No es incorrecto que uno desee
ver un trabajo bien terminado. Perfeccionista es el que nunca lo
termina porque nunca queda satisfecho. Cuando nos comparamos con
nosotros mismos, debemos admitir nuestra imperfección innata y
reconocer que no somos perfectos. Entonces nos pondremos nuevas metas y
nos esforzaremos por alcanzarlas a un grado razonable. Exceder de eso
sería exponernos a sufrir las consecuencias de una conciencia
atormentada por cada fracaso. No es casual que algunos niños se
hayan quitado la vida por no haber alcanzado la meta que les pusieron
sus padres o maestros. La frase “¡¡Eres un
inútil!!” cobró sus víctimas. ¿Eres
un inútil? ¿En comparación con quién?
Comparación que produce ganadores
Un verdadero
ganador es alguien que gana. Todos podemos ser ganadores si corremos
una carrera en la que superemos a nuestros contendores. Pero
¿qué clase de contendores escogemos? ¿A
quiénes retamos todos los días?
Buenos
contendores son el miedo, la timidez, el orgullo egoísta, el
temor al ridículo, el temor al fracaso, el temor al
éxito, el temor al qué dirán. Pudieran ser buenos
contendores nuestras calificaciones anteriores y nuestros fracasos del
pasado. Otros buenos contendores pueden ser la falta de autodominio en
algún campo en particular. Pero malos contendores son otras
personas, las metas que otros nos fijan caprichosamente sin tener en
cuenta nuestras probabilidades de ganar.
Recuerda: No
todas las comparaciones son odiosas, ni es malsano el orgullo en
sí mismo, pero pueden resultar fatídicos si con ello
hieres el amor propio de tus alumnos o los devalúas. Mejor es no
hacer comparaciones, y si tienes que hacerlas, procura que todos
siempre destaquen en alguna cualidad y la exploten hasta el punto de
causar una admiración razonable. Entonces te apreciarán
por el resto de su vida, y aunque se comparen unos con otros, siempre
estarán satisfechos del esfuerzo que hicieron por sí
mismos y para el beneficio del grupo.
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