Cuando por primera vez inicié una búsqueda del significado de oratoria en el diccionario a fines de la década de 1960, solo encontré una fría definición: "Oratoria. Arte de hablar con elocuencia". Nada más escueto, nada más inconspicuo, nada más incomprensible. Los muchachos a quienes nuestros maestros nos pedían indagar el significado de la palabra, nos estrellábamos contra aquella nada elocuente explicación. Y no solo nos parecía una definición extraña, sino que, a juzgar por lo escueto del significado, nos llevábamos la impresión de que no parecía ser algo muy importante. Algunos diccionarios añadían: "...para persuadir o convencer a un auditorio", que siquiera nos ayudaba a entender, porque cuando buscábamos después la definición de elocuencia, nos dábamos cuenta de que se se trataba de lo mismo. En realidad comencé a
entender la trascendencia de la oratoria en la vida de
la gente cuando empezaron a brotar ilustraciones en mi mente; cuando mi
corazón, el conocimiento y la experiencia acumulada se fusionaban
poco a poco en un solo
concepto global. Comprendí que la elocuencia es como un tesoro de valor
incalculable en las profundidades del tímido, quien
finalmente decide
compartirlo con los que lo rodean. Como un galeno experto que cura por
incisión, extirpando del carácter el mal terrible
de la inhibición desmesurada.
Como siete lámparas que iluminan hacia dentro de quien toma
la palabra y expone
a vista del auditorio su verdadera personalidad. Pero que
también puede ser
como un peligroso escalón que conduzca con igual facilidad a
un espeluznante
fracaso o a un éxito rotundo. Y reflexioné en el hecho de que decir unas palabras ante un
grupo podía compararse a un puñado de semillas
generosamente esparcidas sobre
oídos fértiles que esperan como pollos el
alimento de su madre; como un árbol
que envejece brindando dadivosamente sus frutos más jugosos
en su estación. Me di cuenta
de que la presentación de un discurso, por
técnico
que fuera, podía convertirse en un libro abierto cuyas
páginas destilaran una
fina lluvia sobre un campo tachonado de flores; como una pluma cargada
de tinta
de colores indelebles que embellecía el aire, pintando
paisajes con
pensamientos cuidadosamente seleccionados. Y en algunos
casos, vi que dar una conferencia podía resultar ser
un deleitable manantial de aguas cristalinas que calmara la ansiedad de
los que
viven hartos de frustración; como una cascada
paradisíaca que tienta al viajero
aventurero en el fragor del verano. Sí,
averigüé que vender una idea era nada menos que un
apoyo
matemático que podía servir para arrancar de
raíz, aun si fuera necesario, la
más impresionante montaña; como la llave maestra
que podía abrir de par en par
hasta las palaciegas puertas del corazón herido
más atrincherado. Por otro lado,
también me di cuenta, horrorizado, de que podía
convertirse en una garganta voraz, capaz de tragarse, en contados
segundos, los
sentimientos de una multitud sumisa que estuviera sedienta de demagogia
aunque
se dijeran puras mentiras; o como una diminuta chispa que
podía devorar en poco
tiempo un extenso bosque de reputaciones si se insultaba abierta o
disimuladamente a alguien. Y en casos extremos, como una dura bofetada
en la
boca de algún verborreico charlatán que se
resistiera a darse cuenta de que había
llegado la hora de callarse en público; como una espina
destinada a clavarse en
los pies de un oyente hostil que quisiera pisotear una buena
exposición. ¡Sí! La
oratoria también podía convertirse en un dardo
encendido con pasión dirigida
que casi siempre daría en el blanco. Esas eran las
definiciones que faltaban en los diccionarios, y para
encontrarlas tuve que andar por la vereda de la observación
personal y la
experiencia. Por eso seguiré alegrándome de ver
cómo disminuye la cantidad de
personas que alzan los hombros indiferentemente mientras miran pasmadas
el
espejo retrovisor de su vida, preguntándose con aires de
engañosa complacencia:
"¿Oratoria? ¿Para qué?". www.oratorianet.com ARRIBA |