"¿Oratoria? ¿Para qué?"
©Miguel Ángel Ruiz Orbegoso

"¿Oratoria? ¿Para qué?", es una pregunta que muchos se hacen. Pero cuando llega el momento en que la necesitan, no saben qué hacer ni cómo escabullirse. Y en muchos casos, se trata de personas que tienen un extraordinario currículum. ¡Hasta por su forma de hablar, grandes escritores pudieran parecer principiantes de la palabra cuando se trata de hablar en público! 

Cuando por primera vez inicié una búsqueda del significado de oratoria en el diccionario a fines de la década de 1960, solo encontré una fría definición: "Oratoria. Arte de hablar con elocuencia". Nada más escueto, nada más inconspicuo, nada más incomprensible. Los muchachos a quienes nuestros maestros nos pedían indagar el significado de la palabra, nos estrellábamos contra aquella nada elocuente explicación.  Y no solo nos parecía una definición extraña, sino que, a juzgar por lo escueto del significado, nos llevábamos la impresión de que no parecía ser algo muy importante. Algunos diccionarios añadían: "...para persuadir o convencer a un auditorio", que siquiera nos ayudaba a entender, porque cuando buscábamos después la definición de elocuencia, nos dábamos cuenta de que se se trataba de lo mismo. 

En realidad comencé a entender la trascendencia de la oratoria en la vida de la gente cuando empezaron a brotar ilustraciones en mi mente; cuando mi corazón, el conocimiento y la experiencia acumulada se fusionaban poco a poco en un solo concepto global. Y aprendí que la oratoria era en realidad el arte de informar, impactar, conmover y entretener a un auditorio, ya fuera para convencerlo, persuadirlo o simplemente entretenerlo, y que la oratoria no solo podía aplicarse hablando, sino que de hecho era un género literario, es decir, podía presentarse por escrito. Hasta me di cuenta de que podía expresarla mediante señas, lo que significaba que no era cierto que los sordomudos no pudieran aplicarla ni beneficiarse de ella. Y también aprendí que primero era la convicción, luego la persuasión, y no al revés; y descubrí la diferencia entre por qué y para qué y muchas cosas más.

Comprendí que la elocuencia es como un tesoro de valor incalculable en las profundidades del tímido, quien finalmente decide compartirlo con los que lo rodean. Como un galeno experto que cura por incisión, extirpando del carácter el mal terrible de la inhibición desmesurada. Como siete lámparas que iluminan hacia dentro de quien toma la palabra y expone a vista del auditorio su verdadera personalidad. Pero que también puede ser como un peligroso escalón que conduzca con igual facilidad a un espeluznante fracaso o a un éxito rotundo. 

Y reflexioné en el hecho de que decir unas palabras ante un grupo podía compararse a un puñado de semillas generosamente esparcidas sobre oídos fértiles que esperan como pollos el alimento de su madre; como un árbol que envejece brindando dadivosamente sus frutos más jugosos en su estación. 

Me di cuenta de que la presentación de un discurso, por técnico que fuera, podía convertirse en un libro abierto cuyas páginas destilaran una fina lluvia sobre un campo tachonado de flores; como una pluma cargada de tinta de colores indelebles que embellecía el aire, pintando paisajes con pensamientos cuidadosamente seleccionados. 

Y en algunos casos, vi que dar una conferencia podía resultar ser un deleitable manantial de aguas cristalinas que calmara la ansiedad de los que viven hartos de frustración; como una cascada paradisíaca que tienta al viajero aventurero en el fragor del verano. 

Sí, averigüé que vender una idea era nada menos que un apoyo matemático que podía servir para arrancar de raíz, aun si fuera necesario, la más impresionante montaña; como la llave maestra que podía abrir de par en par hasta las palaciegas puertas del corazón herido más atrincherado. 

Por otro lado, también me di cuenta, horrorizado, de que podía convertirse en una garganta voraz, capaz de tragarse, en contados segundos, los sentimientos de una multitud sumisa que estuviera sedienta de demagogia aunque se dijeran puras mentiras; o como una diminuta chispa que podía devorar en poco tiempo un extenso bosque de reputaciones si se insultaba abierta o disimuladamente a alguien. Y en casos extremos, como una dura bofetada en la boca de algún verborreico charlatán que se resistiera a darse cuenta de que había llegado la hora de callarse en público; como una espina destinada a clavarse en los pies de un oyente hostil que quisiera pisotear una buena exposición. ¡Sí! La oratoria también podía convertirse en un dardo encendido con pasión dirigida que casi siempre daría en el blanco. 

Esas eran las definiciones que faltaban en los diccionarios, y para encontrarlas tuve que andar por la vereda de la observación personal y la experiencia. Por eso seguiré alegrándome de ver cómo disminuye la cantidad de personas que alzan los hombros indiferentemente mientras miran pasmadas el espejo retrovisor de su vida, preguntándose con aires de engañosa complacencia: "¿Oratoria? ¿Para qué?".  ¡Para todo, pues!

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